Este primer domingo de Cuaresma nos lleva al desierto, donde Jesús, después de ser bautizado, pasa cuarenta días preparándose para su misión. No está solo, el Espíritu Santo lo acompaña, pero también aparece el diablo, que lo tienta con tres promesas atractivas: el pan, el poder y la seguridad.
Estas tentaciones no son solo cosas que le pasaron a Jesús; nos pasan a nosotros todos los días. La primera tentación, convertir las piedras en pan, nos habla de la búsqueda del bienestar inmediato, de la obsesión por lo material. Nos recuerda que no solo necesitamos comida, dinero o comodidades, sino que nuestro corazón necesita algo más profundo: la Palabra de Dios.
La segunda tentación es el poder, la gloria, el éxito. ¿Cuántas veces vivimos preocupados por ser importantes, por el reconocimiento, por tener más control sobre nuestra vida? Pero Jesús nos enseña que la verdadera grandeza no está en dominar a los demás, sino en adorar solo a Dios y confiar en Él.
La tercera tentación es exigirle a Dios pruebas de su amor, querer que haga lo que nosotros queremos. Nos pasa cuando rezamos solo esperando que nos conceda lo que pedimos, como si fuera un mago o un genio de los deseos. Pero la fe verdadera no consiste en poner a prueba a Dios, sino en confiar en Él incluso cuando no entendemos todo.
La Cuaresma es nuestro tiempo de desierto, nuestro tiempo de entrenamiento espiritual. No se trata solo de dejar de comer carne o hacer pequeños sacrificios, sino de enfrentar nuestras propias tentaciones y volver nuestro corazón a Dios. Jesús nos muestra el camino: resistir con la Palabra de Dios, confiar solo en Él y recordar que el demonio se va? pero siempre busca otra ocasión. Por eso, este tiempo es una oportunidad para fortalecer nuestra fe, para prepararnos, como hizo Jesús, a vivir con más libertad y más amor.